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Pongamos que se llama Javier, que es taxista en la ciudad de Sevilla desde hace más de una década, que acude de vez en cuando a recoger a pasajeros recién aterrizados en el aeropuerto de San Pablo y que es una de las víctimas de la llamada mafia del taxi sevillana. Que durante meses recibió amenazas por atreverse a trabajar en territorio comanche, por acercarse siquiera a la parada del aeródromo que controlaban los miembros de una asociación llamada Solidaridad del Taxi. Y pongamos que un día de diciembre de 2019, las amenazas se convirtieron en hechos y su vehículo, su medio de trabajo, apareció literalmente reventado en la puerta de su casa.

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